sábado, 28 de agosto de 2010

Capítulo 2 – Días felices

Capítulo 2 – Días felices

Marc Solo


Hace ya tiempo que perdí la cuenta de los días, no recuerdo la sensación del sol sobre la piel, ya no se si tengo frío, solo existen esos malditos golpes que nunca paran. Esos golpes tan rítmicos, casi hipnóticos. Cada vez me cuesta más resistirme a su llamada, algún día de estos abriré la puerta y volveremos ha estar juntos por fin, y esta vez, para toda la eternidad.

Como ya he dicho, ya no se el tiempo que llevo aquí encerrado pero, hace un tiempo, para mí una eternidad, cuando la plaga no era más que rumores de amigos de las conspiraciones en los programas de altas horas de la noche en la televisión, Julia y yo éramos felices. Hacia apenas tres meses que, por fin, habíamos conseguido hipotecarnos de por vida para tener la casa de nuestros sueños. Desde el momento en que vimos aquel chalet supimos que queríamos vivir ahí. Era una casa alejada de la ciudad pero lo suficientemente cerca como para no tardar mucho en ir a trabajar. Estaba muy bien iluminada, con todas las habitaciones en una sola planta, lo que daba una sensación de amplitud, nada que ver con el agobiante piso en el que llevaba cuatro años viviendo. El extenso jardín hizo que soñáramos con, por fin, tener el perro grande que deseábamos desde hacia tanto. Aquel chalet era espectacular pero descubrí que era perfecto cuando el dueño me enseñó que las escaleras descendentes llevaban a un sótano con una sólida puerta metálica donde podría tocar la batería sin molestar a nadie.
Una tarde, mientras Julia y yo paseábamos por los campestres alrededores de nuestro nido, un pequeño perro se nos acercó meneando el rabo. Estaba claramente desnutrido y no llevaba ninguna identificación. Clavó su esperanzada mirada en los ojos de Julia y fuimos incapaces de no llevárnoslo a casa y darle algo de comer. Piraña, como lo bautizamos después de largas discusiones, tardó poco en ganarse nuestro cariño y convertirse en parte de nuestra familia. No era el mastín o el dogo con el que había soñado pero, en fin, era nuestro perro.

Llegó el verano, nuestro primer estío en aquella casa, y con él los días se volvieron apaciblemente rutinarios. Pasábamos las horas a la sombra abanicados por una fresca brisa procedente del no tan lejano mar mientras leíamos, nos relajábamos y jugábamos con Piraña. Se respiraba felicidad en el ambiente y todo continuó así hasta aquella fatídica madrugada en la que Lisa, la mejor amiga de Julia llegó dando tumbos con el coche, llorando y al borde de una crisis de ansiedad.
– ¡Muertos!– Lisa era incapaz de ordenar sus palabras para construir una frase con sentido, solo conseguía balbucear entre jadeos aterradoras palabras –Todos muertos… una pesadilla… mi propio padre… mordisco – En ese momento empezó a hiperventilar y se desmayó. Julia estaba histérica así que fui directo al baño a buscar un tranquilizante – no te preocupes cariño, seguro que todo está bien, debe haber sufrido un accidente con el coche cerca de aquí – En el momento que encontré la caja de pastillas un espantoso grito me heló la sangre, salí corriendo de regreso a la sala donde me encontré con una dantesca escena. Lisa se encontraba sobre Julia en el suelo desgarrándole la piel con las uñas. Julia intentaba defenderse aferrándola por el cuello, evitando que le mordiera. Cogí uno de los macizos candelabros que la abuela de Julia nos había regalado el día que inauguramos la casa y, con todas mis fuerzas, le golpeé en la cabeza, a altura de la sien derecha. Sentí como el hueso se rompía bajo la presión del metal y un chorro de sangre salió por la boca de Lisa salpicando la cara de Julia a la vez que se desplomaba sobre su amiga.
– ¿Pero que ha pasado?– pregunté mientras abrazaba a Julia y trataba de calmarla – ¡no lo sé, fue todo tan rápido! – Su voz era apenas un susurro que se entrecortaba cuando el llanto acudía a su garganta – fui a mirar si tenia fiebre y, de repente, puso los ojos como platos y me mordió el brazo – dijo a la vez que levantaba el brazo para mostrarme la mordedura. Aquel mordisco no parecía hecho por una persona, más bien, por una bestia hambrienta – lo siguiente que recuerdo es tenerla encima y sentir como me arañaba.

Tras unos minutos tranquilizándola, salí en dirección a la casa del único doctor que conocía en el vecindario. Una vez allí, crucé su jardín y cuando mi puño estaba a punto de golpear su puerta esta se abrió repentinamente y apareció el doctor armado con un largo cuchillo de cocina – Asienta tres veces y dígame su nombre completo – obedecí sus órdenes y rápidamente bajó el arma, me hizo entrar y cerró rápidamente la puerta. Aquel hombre encarnaba el estereotipo de científico loco con el rizado pelo alborotado y las gafas bifocales sobre la punta de la nariz – ¿se ha encontrado con alguno de ellos? – La verdad es que no sabía a que se refería y supongo que leyó en mi cara lo que pensaba – ¿de verdad no sabe de que le hablo? ¡Los infectados por esta extraña enfermedad nueva! Parece de origen microbiano y causa pérdida progresiva de la capacidad cognitiva, convulsiones y la muerte – mi cerebro no era capaz de asimilar tanta información de golpe – si los afectados mueren al final, ¿como podría haberme cruzado con alguno de ellos? – En aquel momento los cabos que hasta ese momento estaban sueltos empezaron a unirse en mi cabeza como por arte de magia: Las habladurías de los programas nocturnos de la televisión, las palabras antes sin sentido de lisa, su “desmayo”, el ataque a Julia y la mala pinta del mordisco en su brazo… ¡el mordisco! Empecé a correr de regreso a casa – ¿donde va? ¡Es peligroso salir a la calle! Si se encuentra con uno de ellos, por muy cercano que le resulte, tiene que saber que la persona que conoció ya está muerta, no se fíe, lo mejor es librarse de ellos.

Más que correr de vuelta a casa, parecía que volaba. No sentía los pies al tocar el suelo, hacia tiempo que la respiración me faltaba pero aun así me resistí a bajar el ritmo. Cuando entré en casa vi que el sofá donde antes reposaba Julia estaba vacío. La llamé con el poco aliento que me quedaba pero nadie contestó. Corrí por toda la casa abriendo las puertas hasta que llegué a la cocina y, por fin encontré a Julia – Gracias a dios, me habías dado un susto de muerte, no deberías haberte levantado del…– las palabras se me atascaron en la garganta cuando se giró y levantó la cara hacia mí. La mirada de Julia siempre había sido cálida y amable pero esos ojos tenían una tonalidad grisácea y parecían poder congelar un desierto con solo un vistazo. Además, su piel había adquirido una palidez con tonos violáceos. Clavó sus ojos en mí durante cinco interminables segundos y, de repente, saltó hacia mí a la vez que un agudo grito, similar al que oí antes de ver como Lisa atacaba a Julia, desgarraba su garganta procedente de mucho más allá que sus pulmones. Tenía la vista tan nublada debido a las lágrimas que apenas podía ver, intenté dejar espacio entre nosotros, interpuse la mesa entre nosotros, tiré la lámpara al suelo, le rogué y supliqué pero ella parecía inmune a todas mis palabras. Corrí escaleras abajo sintiendo como me pisaba los talones y cerré la puerta justo a tiempo de evitar que ella también se colara.

Y aquí estoy, oyendo como después de muchos días sigue golpeando la puerta. Se me acaban los alimentos del frigorífico, el frío y la falta de luz solar me tienen entumecido pero sobretodo la echo de menos a ella y la cadencia de esos golpes es tan hipnótica…

Capítulo 1– El microbiólogo


Capítulo 1– El microbiólogo

Dr. David Mart


Lo sabíamos todo, lo sabíamos todo y aún así  no fue suficiente. Por suerte, los microorganismos que desarrollan fácilmente resistencia a los antibióticos  son aquellos que causan patologías leves, es decir, parece ser que existen dos estrategias bacterianas: tener un alto factor de virulencia o producir una patología leve pero ser altamente adaptable. Eso se debe, en gran medida, a unas partículas de ADN que se transfieren de célula a célula aportando la resistencia y que los microorganismos muy patológicos no desarrollan de manera tan eficaz.
Recuerdo haber repetido esa lección año tras año a los nuevos alumnos de la facultad. También recuerdo el día que en el laboratorio conseguimos la cepa END, una cepa infectada con un retrovirus modificado de manera que consiguió resistencia a todos los antibióticos conocidos. También recuerdo cuando inoculamos aquella cepa en las ratas y descubrimos todos los comportamientos añadidos y que jamás previmos. La bacteria se mantuvo en estado durmiente hasta el momento en que entró en el torrente sanguíneo, momento en el cual comenzó a dividirse a tal velocidad que en cuestión de media hora el animal murió debido a fallos renales, falta de nutrientes para el cerebro y extenuación cardiaca. En resumen, los microorganismos colapsaron el sistema circulatorio.

Aquella noche apenas dormí revisando mentalmente los resultados. Pensé en técnicas para confirmar mis observaciones, aplicaciones de nuestros hallazgos al mundo moderno e incluso me permití imaginar como sería ganar el premio Nóbel de medicina. A la mañana siguiente, apenas desayuné, tanta era la prisa que tenía por volver al laboratorio. Conduje por las desiertas calles como si toda mi carrera dependiera de ello, pensando únicamente en todas las pruebas que quería hacerles a las ratas muertas que había dejado en la jaula. Recorrí el pasillo hasta mi lugar de trabajo y, después de fichar, comencé a preparar todo el material que necesitaba.
Tan enfrascado estaba en mis propias ideas que no fue hasta que volví a la poyata donde la noche anterior dejé a las ratas que no vi la macabra escena. La pasada noche había dejado los cadáveres de tres ratas muertas por la cepa END, en cambio, en la jaula frente a mí, la escena no podía ser más diferente. Una rata viva devoraba sádicamente a una de las otras. No consigo recordar que me impresionó más: El grado de mutilación de las dos ratas muertas, la fría mirada del animal clavada en mi entre dentellada y dentellada, Las señales distintivas que verificaban que eran las mismas ratas inoculadas hacía apenas ocho horas o las heridas del animal que atestiguaban que los otros roedores no se habían dejado devorar sin defenderse.

Llamé  al resto de equipo de trabajo para convocarlos urgentemente en el laboratorio. Los esperé mirando anonadado aquella criatura que parecía desafiar todas aquellas leyes a las cuales había dedicado mi vida, las leyes de la biología. Mi asombro era tal que estuve allí prácticamente inmóvil las cerca de dos horas que tardó en llegar todo mi grupo. Cuando llegaron y vieron la situación, la mezcla de emociones era palpable. Estábamos fascinados por aquel repentino giro de la investigación pero, sobretodo, nos mataba la curiosidad y hasta sentíamos cierto temor al haber abierto una puerta a un mundo que nos era completamente desconocido. Temor, resulta gracioso pensar que lo desconocido pudiera asustarnos, ciertamente, si hubiéramos sabido a que nos enfrentábamos no hubiéramos sentido temor sino terror.
Mis compañeros no sabían que hacer. Algunos de ellos iban y venían sin un rumbo fijo, otros discutían que hacer y que no hacer y un par de ellos no eran capaces apenas de moverse. Al fin, organicé mis ideas mentalmente, tomé las riendas de aquel jaleo, como era mi deber como jefe de investigación, y comencé a organizar el trabajo a realizar. En estos momentos recuerdo como mandé a uno de mis becarios, un chico joven recién licenciado alto y moreno que, si mal no recuerdo, se llamaba Alex, a extraer una muestra de sangre de cada una de las ratas. Fue la última vez que lo vi vivo o, al menos, lo que antes de ese día se entendía por vivo.

A estas alturas, supongo que la lección de historia resultará aburrida para muchas personas. El único problema es que cuando los muertos intentan cazarte ya no hay tiempo para aburrirse…