lunes, 15 de noviembre de 2010

Capítulo 6– Altas esferas


Capítulo 6– Altas esferas

Dr. David Mart


Pese a ser profesor y estar habituado a hablar frente a abultados grupos de personas, la simple idea de dar aquel discurso me mareaba y me hacía sudar como el día más caluroso de verano. Al otro lado de las gruesas cortinas azules esperaban los principales dirigentes de la mayoría de países junto a sus ministros de defensa o altos mandos del ejército para que les explicara, sin mucho tecnicismo por en medio, de que se trataba la plaga END.
Tras llenarme los pulmones con una larga bocanada de aquel viciado aire, atravesé las aterciopeladas telas y me planté frente un estrado coronado con un delgado micrófono negro – La plaga END está causada por un microorganismo que desarrollamos en mi laboratorio – paré de hablar y me aclaré la garganta sintiéndome desnudo e intimidado ante las personas más poderosas del planeta  – un microorganismo que causa un proceso patológico muy especial y que se puede dividir en dos fases – Repasé mentalmente las mil veces organizadas palabras antes de continuar – La fase 1 se produce inmediatamente después del contacto directo del torrente sanguíneo con la sangre de una persona previamente infectada, momento en el cual la bacteria se introduce en el sistema circulatorio donde comienza a reproducirse a una vertiginosa velocidad lo que producirá el fallo de algunos órganos y la dificultad de bombeo del corazón. A nivel externo esta etapa se caracteriza primeramente por un aumento de la temperatura corporal, de la palidez y una sensación de mareo y, seguidamente, por la pérdida gradual de la capacidad cognitiva, convulsiones, desvanecimientos y, finalmente, la muerte a causa de la falta de riego al cerebro, entre otros muchos fallos fisiológicos – me llené la boca de agua y comprobé si todo el mundo me prestaba atención antes de proseguir con la parte más complicada de la conferencia – Hasta aquí podría estar describiendo una patología letal sin ninguna complicación añadida, ahora bien, es la segunda fase la que hace de esta la peor enfermedad a la que se ha enfrentado jamás la humanidad. Como ya he dicho, al final de la fase 1 el infectado muere pero, debido a diversas causas, la mayoría de ellas desconocidas, el cuerpo revive. Entre los fenómenos que producen esta reanimación hay dos ya conocidos especialmente relevantes: en primer lugar, la muerte del huésped produce la muerte de la mayoría de las bacterias parasitarias, con lo que la sangre adquiere unas propiedades más similares a las del organismo sano, en cuanto a viscosidad y concentraciones se refiere. En segundo lugar, se ha descubierto, gracias a los cultivos de las bacterias END, que en un medio altamente concentrado de bacterias muertas, como es el caso de la sangre de los infectados después de su muerte, las END vivas liberan gran cantidad de sustancias, entre las que se pueden distinguir análogos de la adrenalina, la oxitocina o la vasopresina, que podrían ayudar a la reanimación – En ese momento los cuchicheos producían un estrepitoso zumbido en mis oídos así que decidir preguntar si había alguna duda con lo que solo conseguí un estruendo mayor que no cesó hasta que le di el turno de palabra a un árabe uniformado – ¿ Podría decirnos  – comenzó a preguntar por medio de su traductor – porque al revivir presentan un comportamiento tan agresivo?, ¿ no sería más lógico que mantuvieran su personalidad? – la pregunta no podía ser más acertada ya que ese era el punto que más me intrigaba y en el que había centrado mi investigación, pese a que la neurología no fuese mi campo de especialidad – La respuesta a este comportamiento se encuentra en lo que hemos denominado muerte cerebral parcial localizada. El final de la fase 1 produce el fallo de ciertas regiones cerebrales, lo que produce el comportamiento tan peculiar de los infectados – Parecía que aquel tema les interesaba pues todo el mundo guardaba silencio y me observaba atentamente, sobretodo, el norteafricano que había realizado la pregunta el cual, como sabría más tarde, había sobrevivido milagrosamente al ataque de su harén de mujeres escapando por las aguas residuales de su palacio – Hay áreas que mantienen su funcionamiento como el bulbo olfativo, el área visual, el área de Heschl, responsable de la audición, el área motora que se encarga de los movimientos voluntarios y el área somato sensorial, donde se registran sensaciones como calor , tacto, presión o dolor, pero el tálamo, donde se hacen conscientes estos estímulos se encuentra gravemente dañado, lo que unido a la casi nula actividad de la amígdala, responsable entre otras cosas de recibir las señales de peligro y traducirlas en miedo y autoprotección , hace que los afectados por la muerte cerebral parcial localizada parezcan mucho más fuertes y resistentes – Vi en los ojos de mis oyentes que se morían de ganas de plantear nuevas preguntas pero hice caso omiso y decidí acabar primero con esa parte de la explicación – Una de las zonas que más participan en el comportamiento agresivo es la sobrexcitación del hipotálamo, lo que produce la descompensación de de algunas de sus funciones como la regulación del sueño, el apetito, la sed y reacciones emocionales como la ira, el terror o el placer – Mi garganta estaba seca cuando acabé con el resumen sobre la neurobiología de la infección así que me serví un vaso de agua y me lo bebí de un largo trago antes de cederle el turno de palabra, de entre todas las personas que lo demandaban, a un hombre rubio que me preguntó sin ayuda de su traductor pero con un marcado acento centroeuropeo – ¿ entiendo que no cura para infectados de nuestra mundo? – Sabía de antemano que esta sería una de las preguntas que surgirían por lo que seleccioné cada una de mis palabras para evitar tanto crear falsas esperanzas como hacer caer el pesimismo sobre todos ellos – Se que todos ustedes han perdido a alguien cercano así que seré claro. Las personas en fase 2 o a un nivel muy avanzado de fase 1 son incurables ya que la muerte cerebral parcial localizada y los numerosos fallos fisiológicos son irreversibles. Debido ello, estamos centrando nuestros esfuerzos en conseguir detener la infección en los primeros momentos, justo tras el contacto con la bacteria – Tras mis francas y duras palabras vi como la mayoría de las caras frente a mí reflejaban el pesar que sentían al desaparecer por completo las ya débiles esperanzas de recuperar a algún ser querido.

Capítulo 5– ¡Feliz cumpleaños!

Capítulo 5– ¡Feliz cumpleaños!

Edgar Max Oliver


¿Se suponía que hoy iba a ser un día distinto? Mi vida seguía siendo un pozo de sufrimiento que hoy hace dieciocho años que empezó. Bajé de mi habitación a desayunar, odiándome a cada paso por no haberme atrevido la noche anterior a poner punto y final a mi miserable vida, cuando llegué a la cocina, mi madre ya me esperaba con una radiante sonrisa de oreja a oreja y empezó a cantar a gritos el Cumpleaños feliz. A veces pienso que mi madre es estúpida, en el fondo la quiero, pero ella no entiende que el único motivo para estar feliz en un día como este es que el día en que abandone este absurdo y oscuro mundo está más próximo. Cuando acabó con la infantil canción me llenó la cara de besos, me abrazó y me ofreció un vistoso paquete anaranjado que desenvolví apáticamente, más por no desilusionarla que por el regalo en sí; entre los trozos de papel no tardó en aparecer una camiseta azul celeste con el logo de una conocida marca de ropa – ¡sorpresa! Espero que te guste, en la tienda me dijeron que a los chicos de tu edad les encantan las camisetas de esta marca – La miré con incredulidad y sentí como la rabia, uno de los pocos sentimientos que mi magullado corazón era capaz de entender, se apoderaba de mí hasta nublarme la vista – ¿pero tú eres tonta o qué? ¿Azul celeste? Pero qué tengo que hacer para que comprendas que el negro es el único color capaz de exteriorizar mis emociones, ¡el asco que siento por el sendero de lamentos que llamáis vida no se puede expresar con esta jodida camiseta color pitufo! – Giré sobre mis talones y salí de la cocina llorando justo después de hacer que el vaso de leche que mi madre me había ofrecido estallara en mil pedazos sobre el suelo – lo siento cariño – oí que apenas susurraba a mi espalda – pensé que con los dieciocho se te pasaría esta moda.
– ¡La odio, la odio, LA ODIO! – Mi cerebro no paraba de repetir aquellas dos palabras como si fuera la única realidad de este mundo, cuando, en realidad, solo la muerte es real. Cerré la puerta de mi dormitorio, al que me gustaba llamar “mi pequeño santuario de oscuridad”, de un portazo, abrí el segundo cajón de mi armario y de una pequeña caja roja en forma de media luna extraje una afilada cuchilla de afeitar con la que me realicé cuatro profundas incisiones en el antebrazo gracias a las cuales conseguí tranquilizarme un poco. Una vez me hube vestido, salté a la calle desde mi ventana y caminé con la cabeza gacha y sin rumbo establecido durante un cuarto de hora hasta que una voz burlesca me sacó de mi ensoñación – Mirad quien anda por ahí – Giré la cabeza para ver como Kaos y su grupo de compañeros se dirigían hacia mí con sus coloridos y erectos cabellos, sus chaquetas plagadas de remaches y chapas y sus botas con cordones rojos, amarillos y blancos – Mirad quien ha decidido seguir viviendo un día más o ¿ es que acaso no tuviste huevos para suicidarte? – Mientras soltaba aquella sarta de tonterías, él y su pandilla fueron rodeándome – Se ve que tu amiga la muerte a decidido alargar tu penosa existencia un día más, en fin, ¿tienes algo que decir antes de ensuciarme los puños otra vez? – Aquel intento de amedrentarme me hizo sonreír ¡realmente eran unos idiotas! Después de tantas reyertas ni uno de ellos sospechaba que, en realidad, me hacían un favor. Sus palizas, aquella cadencia de golpes sobre mi cuerpo eran lo único capaz de hacerme sentir vivo, aquellos instantes en los que sentía como la punta de sus botas se hundían en mí eran los únicos casi felices de mi vida. No, no es que fuera masoquista, como mucha gente tiende a simplificar mis sentimientos, sino que el dolor físico era el único que conseguía que olvidara por unos instantes mi sufrimiento interior, aquel mal que carcomía mis entrañas.

Anduve errático el resto del día, llenándome la cabeza de irrelevantes reflexiones sobre mi penosa vida y el porqué de mi existencia, hasta que mi estomago, en un intento por recordarme que él aun quería vivir, me hizo ver que no había desayunado, y que pasaban de las seis de la tarde, así que levanté la cabeza para orientarme y dirigí mis pasos de regreso a casa donde mi encontré a mi padre leyendo el periódico acomodado en el gran sillón de la sala – ¡Por fin se digna a aparecer el rey de la casa! ¿Se puede saber en qué importante tarea estabas enfrascado hoy? – El enfado y la desaprobación eran patentes en su hiriente sarcasmo. Me quedé en silencio sin saber si realmente esperaba una respuesta o era una pregunta retórica – ¿sabes lo que eres? Eres un parásito, no eres más que un gasto continuo para esta familia – Clavó sus ojos llenos de odio en mí a la vez que doblaba el diario por la mitad – Cuando aun estudiabas no me importaba pagar tu comida, tu ropa o, incluso, tus caprichos de adolescente pero cuando empezaste con la gilipollez de esta moda – en ese momento, de manera casi imperceptible, su voz se quebró – Cuando empezaste con la gilipollez de esta moda dejaste de estudiar, te pasas el día encerrado en tu habitación y solo sales para comer, ya no quedas con los amigos, ¿ qué digo?, ¡ya no tienes amigos! ¿Que ha sido de aquel chico que llamabas Kaos? ¡Erais inseparables! – En ese momento ya no pude aguantar más, salí corriendo de vuelta a la calle dejando tras de mí un lágrimas y, mientras me alejaba, escuché como mis padres comenzaban una nueva discusión.

La noche era diferente, desde el momento en que la falta de aire me hizo detenerme, demasiado cansado para seguir enfadado, lo noté. Pese a que los termómetros marcaban temperaturas superiores a los veinticinco grados centígrados y que no había ni la más mínima corriente de aire, sentía un inquietante frio, lejanos ruidos habían sustituido la quietud que solía reinar por las cercanías de mi casa a esas oscuras horas a las cuales frecuentemente paseaba sintiendo cierto paralelismo entre mis andares en la noche y la manera en que mi vida transcurría entre las sombras de la corrupta humanidad. Empecé a notar una extraña sensación, como si las sombras me espiaran e incluso sentí un irracional brote de temor, algo incomprensible ya que lo peor que podía pasarme era morir y la muerte precisamente no me asustaba, por lo que decidí volver a mi casa, esos sí, me negué a encontrarme con mi padre así que trepé hasta mi ventana, eché el cerrojo y me acosté sobre la negra colcha.
No sé cuánto tiempo me quedé dormido pero me despertó un aterrador chillido de mi madre desde el piso de abajo que me heló la sangre y me dejó petrificado sobre la cama siendo únicamente capaz de aguzar el oído intentando adivinar que había pasado. Tras cinco minutos sin cambiar de postura, conseguí imponerme a aquel odioso sentimiento de terror, que me hacía sentir más cercano al resto de la pervertida raza humana, me levanté tratando de no hacer ruido y me dirigí a la puerta donde, lentamente, giré el pestillo. Al abrir la puerta e ir a salir me encontré cara a cara con mi padre y, al verle, sentí algo tan profundo que hizo que olvidara todo lo demás. Estaba empapado en sangre, con la mirada perdida y una sangrienta expresión, que hasta parecía una sonrisa, dibujada en su boca. Comprendí que mi padre había perdido la cabeza después de discutir como todos los días, había asesinado a su mujer y, en su enajenación, venía por mí, al que culpaba de sus actos. Con una rapidez que me sorprendió, me escabullí por su lado izquierdo, bajé las escaleras saltando los escalones de tres en tres y salí, nuevamente, a la calle con aquel loco pisándome los talones. Corrí dos manzanas sintiendo su aliento en la nuca hasta que encontré un grupo de unas veinte personas en una esquina mal iluminada por el cartel luminoso de un pub, como si esperaran a que este abriera sus puertas, y me dirigí esperanzado hacia allí ya que estaba seguro que no se atrevería a atacarme entre tanta gente o, si me equivocaba, al menos la multitud me ayudaría a salvar la vida. Me mezclé a toda prisa entre aquellas personas donde me detuve, eché las manos a las rodillas, clavando la vista en el asfalto y, por fin, respiré aliviado. Llené mis profundamente pulmones varias veces, tranquilo como estaba por haber evitado a mi padre pero tardé poco en entender que algo no iba bien al oír el denso silencio que me rodeaba, solo interrumpido por algún que otro jadeo. Levanté la vista y caí de rodillas al suelo llorando dominado por un inconmensurable pánico.

Siempre había oído que antes de morir ves pasar toda tu vida por delante de tus ojos así que supongo que puedo estar seguro de que este es mi final. Aquí rodeado de todas estas ensangrentadas personas que clavan sus blanquecinos ojos en mí acabo de ver los dieciocho años de mi existencia pasar en menos de un segundo, aunque extrañamente, esta mañana parece muy lejana – ¡No quiero morir! – Grito histéricamente cuando todos ellos se abalanzan sobre mi – ¡No quiero morir! – me quedan tantas cosas por hacer: Encontrar mi primer trabajo, conducir, perder la virginidad, …– ¡No quiero morir! – Las lágrimas no me dejan apenas ver, siento como me agarran los brazos y las piernas y noto como los dientes de estos desconocidos se clavan y me arrancan salvajemente pedazos de carne – ¡No quiero morir! – Varias manos con afilados dedos desgarran mi camiseta y perforan mi piel hasta que siento el calor de mi propia sangre fluyendo sobre mi – ¡No quiero morir! – pienso aunque mi garganta solo produce un agónico chillido que es rápidamente silenciado por un mordisco que me arranca parte de la tráquea, a la vez que otra dentellada me arranca el ojo derecho – ¡No quiero morir! ¡No quiero morir! ¡No quier…

Capítulo 4 – El solitario


Capítulo 4 – El solitario

Daniel Cedar “Tremens”


La histérica voz de una niña gritaba desde debajo de un coche deportivo rojo mientras un obeso cadáver trataba, entre jadeos, de alcanzarla con sus pútridas manos. Desenfundé el largo machete a la vez que me colocaba silenciosamente a su derecha y, de un certero golpe, le seccioné el brazo y la cabeza tras lo que aquel cuerpo quedó ridículamente inmóvil. Me agaché para ver a la pequeña lloriqueando y le dije que ya podía salir. Cuando estuvo de pié, susurró un tímido gracias y le indiqué que me siguiera. Llevábamos diez minutos caminando por la desierta carretera cuando aquella personita empezó a tambalearse para acabar cayendo de bruces al suelo, donde empezó a convulsionarse. En el momento en que tocó el suelo, la camiseta se le levantó lo suficiente para que una horrible herida quedara a la vista en la espalda, en el lumbar izquierdo de aquella infeliz. Suspiré disgustado y le disparé en la sien antes de que mis sentimientos pudieran poner alguna objeción – Una bala menos – Hacía tiempo que había comprendido que las balas eran algo muy valioso en aquel mundo y trataba de no malgastarlas. Ahora bien, no era capaz de cortarle el cuello a una niña que aún era humana.
Estaba empezando a oscurecer, quedaban menos de dos horas de luz, y debía encontrar un lugar seguro donde pasar la noche. Hacía tiempo que había aprendido que un nuevo mundo tiene nuevas reglas. La ética y las normas del comportamiento humano estaban obsoletas y, pese a que a veces una voz interior intentaba convencerme de que lo que hacía estaba mal, había que olvidarse del decoro y lo antes definido como decencia en pos de la supervivencia. Después de hacerme recordarme aquello por enésima vez, seccioné los brazos de la niña y me encaminé hacia una arboleda próxima situada en una amplia explanada. Busqué entre los árboles durante más de media hora un lugar para instalar mi campamento hasta que encontré el lugar idóneo. En el centro de un amplio claro crecía un alto árbol el cual no tenía ninguna rama hasta casi cinco metros de altitud. Deposité mi mochila entre las nudosas raíces, me colgué el largo cuchillo y la pistola del cinturón, cargué las extremidades de la niña y me adentré en el bosque. Me alejé unos doscientos metros y me detuve frente un frondoso arbusto donde  clavé el brazo derecho ya rígido en una estaca y coloqué una campanilla sobre él, de manera que si alguien lo tocaba lo oiría desde mi refugio. Repetí el proceso y monté  el mismo macabro sistema de alarma a la misma distancia del solitario árbol donde pensaba pasar la noche pero en la dirección contraria. Cuando me encontré de nuevo en el centro del claro, abrí mi macuto y extraje la larga cuerda de un vistoso color verde con mucho cuidado para evitar que se liara, Le até una piedra del tamaño de una pelota de tenis a un extremo y la lancé hacia la rama más baja capaz de mantener mi peso. Traté de que el cabo pasara sobre la sólida bifurcación hasta que, al cuarto intento, rodeó la fuerte rama y me permitió ascender por la doble soga. Trepé unos dos metros, hasta que las ramas fueron lo suficientemente  frondosas, formé un zigzag con la cuerda entre dos gruesas ramas sobre el que coloqué una capa de mi ropa y me acomodé, apoyando la espalda sobre el tronco del árbol. Saqué una lata de un bolsillo lateral de la mochila y, tras devorar su contenido, me quedé, por fin, dormido.

Debían ser las cinco de la madrugada cuando el lejano sonido de la pequeña campana me despertó al instante como si hubiera estado toda la noche esperando aquel aviso para abrir los ojos. Agudicé los sentidos tratando de oír algún ruido que delatara el potencial peligro y oteé la linde del claro, iluminado gracias a una luna que menguaba desde hacía apenas dos días. Me mantuve inmóvil y alerta durante aproximadamente una hora hasta que una tímida línea de luz empezó a bañar el horizonte por el este, coloreando todo a mi alrededor con tonos grisáceos, y pude ver como aparecía por el lado oeste del claro, la misma dirección de la cual había escuchado el aviso de peligro, un grupo de cinco sucias y ensangrentadas personas, lo que destrozaba mis débiles esperanzas de que hubiera sido causado por algún animal salvaje hambriento. La aparición de aquellos cinco individuos en mi campo visual me hizo sonreír ya que ofrecían una desvirtuada imagen de felicidad. Cuatro de ellos formaban, con toda seguridad, una familia que volvía de la próxima playa: el padre aun llevaba un ridículo bañador naranja y una vistosa gorra verde, su mujer se cubría las piernas con un rosado pareo que arrastraba por el suelo y la pareja de niños, de unos siete años, vestían coloridos bañadores de tonos rojizos el del niño y amarillentos la niña, la cual arrastraba un peluche tras de sí. El quinto individuo, en cambio, presentaba un aspecto mucho más descuidado, con la ropa hecha trizas, ennegrecida de la suciedad y con una pierna prácticamente cercenada a causa de una enorme herida, probablemente un mordisco, donde debería encontrarse el gemelo. Sin lugar a dudas, la alegre familia regresaba a casa tras un agotador día en la costa cuando se encontraron con una persona herida en la carretera y al parar a socorrerle encontraron su fatal final.

Dejé caer un pesado fardo desde mi escondite a la vez que repicaba la parte posterior de un cazo metálico contra el mosquetón de mi cinturón con lo que conseguí llamar su atención y que se dirigieran a toda prisa hacia la base del árbol. Cuando los miembros de la familia ya agitaban los brazos hacia las alturas tratando de alcanzarme, su tullido compañero avanzaba renqueante a poca velocidad sin haber recorrido aun ni la mitad de la distancia que le separaba del gran tronco. Con tres certeros disparos entre los ojos, el padre, la madre y su hijo cayeron en redondo con los brazos aun estirados,  dejé caer la cuerda hasta el suelo y me deslicé rápidamente hundiendo la punta metálica de mi bota derecha en la boca de la joven criatura con lo que se le desencajó la mandíbula inferior dejando una grotesca cavidad por donde introduje el largo cuchillo hasta que la punta asomó por detrás de su cabeza, a altura de la coronilla. Extraje la afilada hoja, con lo que el inerte cuerpo cayó al suelo, y recorrí a toda prisa los cinco metros que aun me separaban del último miembro de su grupo al que cercené la cabeza de un limpio corte a altura de la nuez.

Tras recoger convenientemente mis pertenencias y limpiar concienzudamente los restos de sangre de mi ropa y utensilios, continué mi errática ruta hacia ninguna parte. Supongo que algo en mi interior me impulsaba a encontrar a alguien con quien poder sobrellevar las penurias de aquella existencia que bien podía acabar en la siguiente curva del camino lo cual no dejaba de ser irónico ya que jamás había sido una persona social y la única persona que había amado estaba muerta, muerta y, probablemente, caminando por alguna calle de la ciudad que había dejado atrás hacía, para mí, una vida entera. Caminé durante varias horas en dirección al mar, donde llegué cuando el sol ya casi alcanzaba su cénit haciendo que, pese a la suave brisa marina, me picara la espalda y sudara copiosamente. Crucé una despejada explanada rocosa que me permitía ver varios metros a la redonda hasta la refrescante agua salada donde, tras descordarme precipitadamente las botas, introduje los pies y, poco después, nadaba con el torso desnudo, solo cubierto por la ropa interior de lycra, lo que dejaba a la vista los tatuajes de mi brazo izquierdo y mi espalda. No había tenido un momento de verdadera relajación desde que todo esto empezó así que no se cuanto tiempo estuve en remojo, dejándome flotar y entrecerrando los ojos, pero cuando decidí salir de la cálida agua hacía ya tiempo que buena parte de la tarde había quedado atrás. Dejé que el sol me secara y luego me permití el lujo de ponerme calcetines nuevos y una camiseta que había conseguido del maletero de un todoterreno rojizo lo que hizo que me sintiera lujosamente renovado pese al acartonamiento que sentía en la piel y el cabello por culpa del salitre.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Capítulo 3– La cueva del bosque


Capítulo 3– La cueva del bosque

Erika Romeo


– ¡corred, por aquí!– Les grité asomándome desde mi puesto de vigilancia oculto tras un panel de ramas y hojas entretejidas. Aquella pareja eran las primeras personas que veía en mucho tiempo, supongo que ellos, por su rumbo errático y su cara de sorpresa, tampoco esperaban encontrarse con alguien en aquel abrupto bosque. Cuando se acercaron no pude evitar analizarlos de arriba a abajo. Pese a la suciedad acumulada en su ropa, quedaba patente que eran prendas de calidad y el logo bordado en el pecho de la camisa blanca de aquel hombre seguro que demostraba un estatus social elevado, cosa que seguramente implicaba no estar muy acostumbrado a correr por el bosque cerrado. Ella vestía un discreto vestido amarillo pálido de lino hasta las rodillas y una blusa azul celeste abrochada hasta el cuello. Pero, lo más importante, no presentaban marcas de mordiscos, o, al menos, no eran evidentes.
            – ¿Os han mordido?– pregunté antes siquiera de saludar, prefería no gastar mi tiempo con alguien que ya estuviera muerto. –No, escapamos de nuestro…– El hombre calló cuando le hice un gesto con la mano. Ya me había dicho todo lo que necesitaba saber, aparte de mostrarme los brazos y piernas mientras hablaba y aquel no eran un lugar lo suficientemente seguro como para pararse a charlar. Les indiqué que me siguieran a la cueva donde habitaba, allí podrían asearse, comer y podríamos charlar tranquilamente.

La cueva se encontraba a unos treinta minutos andando y era imposible encontrarla si no conocías el camino, es más, incluso conociéndolo había que ir muy atento para no extraviarse. había dos causas de aquella inaccesibilidad, en primer lugar, la naturaleza había sellado aquel lugar como si pretendiera guardar su más valioso tesoro: El bosque era tan espeso que apenas se veía a un metro alrededor,  el suelo estaba cubierto de una capa permanente de hojas que impedía ver algún accidente del terreno que permitiera ubicarse, además, el viento que soplaba entre las ramas más altas se ocupaba de hacer caer nuevas hojas que hacían desaparecer el rastro en pocas horas y el escarpado terreno, con empinadas cuestas, hacia perder cualquier resto de orientación que pudieras mantener aún. En segundo lugar, durante todos los años que habíamos vivido ahí, nos habíamos dedicado a construir paneles con ramas y hojas, como el que ocultaba el puesto de vigilancia, los cuales al colocarse parecían completamente parte del entorno, y que convertían el camino en un verdadero laberinto. Así, nos evitábamos compañía non grata en nuestra casa.
Cuando llevábamos un cuarto de hora caminando pensé que ya podíamos bajar un poco la guardia ya que si alguien nos siguiera, los ruidos del bosque nos avisarían. Me giré y vi que avanzaban lentamente, él un paso por delante de ella.– se nota que no estáis acostumbrados a este terreno, normalmente ya llevaría más de medio camino pero esta vez apenas llevamos un cuarto – exclamé amenamente mientras les dirigía una sonrisa – Es agradable tener otra chica para conversar, ¿ cómo te llamas?– El hombre me clavó una dura mirada – Sarah, ella se llama Sarah y yo soy Jaime, su marido – Sarah me miro con una cara que reflejaba sumisión mezclada con vergüenza desde detrás de su marido y, tras unos segundos, se arremangó, se desabrochó el botón superior de la blusa y continuó caminando.– Encantada Jaime y Sarah – Contesté como si no hubiera notado la tensión del momento.
Al girar en la última fila de árboles y llegar por fin a nuestro destino vi a Charlie esperándome en la entrada de la cueva. Su cara reflejó, como cada día, el alivio que sentía al verme regresar sana y salva pero pronto cambió a una combinación de curiosidad y alerta al ver a la pareja aparecer de entre la maleza detrás de mí. Charlie se dirigió hacia nosotros con su siempre amable sonrisa – abróchate esa blusa y bájate las mangas, no querrás parecer una fresca –  dijo Jaime a la vez que se giraba hacia su esposa.

– Nosotras iremos a por el agua a la fuente, vosotros preparad unas cuantas frutas para comer. Tranquilo Jaime, la fuente está a menos de cinco minutos de aquí, no le pasará nada a Sarah– había pasado ya una semana desde que el matrimonio se nos uniera y Jaime ya comenzaba a permitirme estar a solas con Sarah, solo a mí, con Charlie era otro asunto. Caminamos sin decir palabra hasta aquel punto donde un chorro de agua limpia y refrescante brotaba entre las rocas. Sarah parecía una buena persona y yo era demasiado idealista como para callarme más lo que pensaba – Sarah, seguramente no debería meterme donde no me llaman pero creo que Jaime no te ve como la persona que eres, tú no eres un objeto de su propiedad y no tiene derecho a tratarte como…– Sin darme tiempo a reaccionar, me dio una bofetada en la mejilla – Tienes razón, no deberías meterte donde no te llaman, Jaime me quiere, él siempre a cuidado de mi y todo lo que hace es para protegerme – exclamo con una voz rota mientras me miraba con unos ojos llenos de ira.

Las dos parejas vivíamos apaciblemente en la cueva. Jaime y Sarah se habían adaptado perfectamente a la agreste vida y habían superado las incomodidades iniciales de aquella forma de vida, que pese a ser dura, era, probablemente, la más tranquila que se podía desear en aquel nuevo mundo. La verdad es que, pese a las desavenencias que existían entre la manera de pensar y actuar de Jaime y la nuestra, me alegraba de tener más compañía y más ayuda en las tediosas labores del hogar. Jaime se negaba a que Sarah cumpliera con su turno de guardia así que hacía un doble turno, que solía coincidir con las horas en las que Charlie iba a recoger frutas o a cazar conejos, con lo que Sarah y yo podíamos realizar otras faenas que precisaban de dos personas dedicadas durante un prolongado espacio de tiempo. Así, entrelazamos más ramas y hojas para crear una estructura a modo de porche frente a la entrada de la cueva donde montamos y colocamos una  consistente mesa con dos bancos a cada lado, construimos un tendedero que sustituyó al trozo de cuerda de pita atada entre dos árboles, levantamos un pequeño cobertizo, excavamos unas letrinas y fabricamos gran variedad de utensilios, como cubiertos o una escoba, para hacer la vida más confortable.
Una tarde, cuando empezaba a anochecer, Sarah y yo estábamos sentadas frente a la cueva, exhaustas tras haber arrastrado un pesado tronco que habíamos encontrado en una depresión del terreno a unos trescientos metros de la cueva en dirección contraria al camino que llevaba al puesto de vigilancia, es decir, en dirección a la playa. Habíamos pensado que nos sería útil para alguna nueva construcción, pese a que en ese momento no sabíamos exactamente para qué, o, si no, siempre serviría como leña. Mientras descansábamos y nos secábamos el sudor, vimos llegar a Jaime por el sendero con un aire despistado. Le observamos acercarse y, cuando se percató de que le mirábamos, nos dedicó una sonrisa, se sentó a nuestro lado y bebió un largo trago de agua. Charlamos amenamente sobre temas superfluos como el clima, como había visto a una pequeña ave rapaz cazar un ratón o las mejoras que habíamos realizado aquel día en el campamento hasta que Charlie apareció apresuradamente en el claro de la cueva visiblemente nervioso – Creo que hay alguien en el bosque – exclamó antes de que pudiera preguntarle que le pasaba – cuando estaba comprobando una de las trampas para conejos he oído crujir una rama, me he quedado completamente en silencio, prestando tanta atención que sentía que mis latidos sonaban como un martillo golpeando sobre un yunque, y he oído claramente los pasos de un grupo de más de cinco personas – Mi mente tardó unos segundos en digerir aquellas palabras pero cuando comprendí lo que implicaban me sentí aterrada – pero ¿ cómo puede ser? aquí estamos seguros, ¿ no es así? – Millones de preguntas parecían pelear por ser pronunciadas en primer lugar lo que hacía que tartamudeara y se me trabara la lengua – Aun es posible que no encuentren la cueva, ¿verdad? Podemos esperar a que pasen de largo, incluso puede que no sean de los otros – Charlie me mandó callar con una mirada – Cuando me acercaba los más sigilosamente posible los vi y, cuando me di la vuelta para venir aquí, me tropecé y todos se giraron hacia mi – Nos enseñó las palmas de las manos las cuales se había rasguñado al caer – He tenido que correr y dar un rodeo para despistarlos pero no se cuanto tiempo tardaran en encontrarnos.
Me quedé paralizada, aquella cueva había sido mi casa y mi refugio desde incluso antes de que todo comenzaba, era todo lo que tenía y conocía. Jaime mantenía el semblante regio mientras abrazaba a Sarah, demasiado asustada para reaccionar. Charlie nos dio un minuto para que asimiláramos todo aquello y, a continuación, empezó a organizarnos – No podemos arriesgarnos a que lleguen y no estemos preparados. Jaime, tu y Sarah preparad dos mochilas con toda la comida y agua que podáis cargar vosotros dos y Erika. Cariño, tú trepa arriba de la cueva y monta guardia, si les ves aparecer, da la voz de alarma y corred hacía la playa – Jaime asintió y corrió hacia el interior de la caverna arrastrando a su mujer tras de él – ¿Tú que vas a hacer? –  Pregunté preocupada a Charlie – Voy hacia la playa a preparar la huida, creo que hace mucho tiempo que deberíamos haberlo hecho – Me besó con fuerza y salió corriendo en dirección al mar a la vez que desenfundaba el machete.

sábado, 28 de agosto de 2010

Capítulo 2 – Días felices

Capítulo 2 – Días felices

Marc Solo


Hace ya tiempo que perdí la cuenta de los días, no recuerdo la sensación del sol sobre la piel, ya no se si tengo frío, solo existen esos malditos golpes que nunca paran. Esos golpes tan rítmicos, casi hipnóticos. Cada vez me cuesta más resistirme a su llamada, algún día de estos abriré la puerta y volveremos ha estar juntos por fin, y esta vez, para toda la eternidad.

Como ya he dicho, ya no se el tiempo que llevo aquí encerrado pero, hace un tiempo, para mí una eternidad, cuando la plaga no era más que rumores de amigos de las conspiraciones en los programas de altas horas de la noche en la televisión, Julia y yo éramos felices. Hacia apenas tres meses que, por fin, habíamos conseguido hipotecarnos de por vida para tener la casa de nuestros sueños. Desde el momento en que vimos aquel chalet supimos que queríamos vivir ahí. Era una casa alejada de la ciudad pero lo suficientemente cerca como para no tardar mucho en ir a trabajar. Estaba muy bien iluminada, con todas las habitaciones en una sola planta, lo que daba una sensación de amplitud, nada que ver con el agobiante piso en el que llevaba cuatro años viviendo. El extenso jardín hizo que soñáramos con, por fin, tener el perro grande que deseábamos desde hacia tanto. Aquel chalet era espectacular pero descubrí que era perfecto cuando el dueño me enseñó que las escaleras descendentes llevaban a un sótano con una sólida puerta metálica donde podría tocar la batería sin molestar a nadie.
Una tarde, mientras Julia y yo paseábamos por los campestres alrededores de nuestro nido, un pequeño perro se nos acercó meneando el rabo. Estaba claramente desnutrido y no llevaba ninguna identificación. Clavó su esperanzada mirada en los ojos de Julia y fuimos incapaces de no llevárnoslo a casa y darle algo de comer. Piraña, como lo bautizamos después de largas discusiones, tardó poco en ganarse nuestro cariño y convertirse en parte de nuestra familia. No era el mastín o el dogo con el que había soñado pero, en fin, era nuestro perro.

Llegó el verano, nuestro primer estío en aquella casa, y con él los días se volvieron apaciblemente rutinarios. Pasábamos las horas a la sombra abanicados por una fresca brisa procedente del no tan lejano mar mientras leíamos, nos relajábamos y jugábamos con Piraña. Se respiraba felicidad en el ambiente y todo continuó así hasta aquella fatídica madrugada en la que Lisa, la mejor amiga de Julia llegó dando tumbos con el coche, llorando y al borde de una crisis de ansiedad.
– ¡Muertos!– Lisa era incapaz de ordenar sus palabras para construir una frase con sentido, solo conseguía balbucear entre jadeos aterradoras palabras –Todos muertos… una pesadilla… mi propio padre… mordisco – En ese momento empezó a hiperventilar y se desmayó. Julia estaba histérica así que fui directo al baño a buscar un tranquilizante – no te preocupes cariño, seguro que todo está bien, debe haber sufrido un accidente con el coche cerca de aquí – En el momento que encontré la caja de pastillas un espantoso grito me heló la sangre, salí corriendo de regreso a la sala donde me encontré con una dantesca escena. Lisa se encontraba sobre Julia en el suelo desgarrándole la piel con las uñas. Julia intentaba defenderse aferrándola por el cuello, evitando que le mordiera. Cogí uno de los macizos candelabros que la abuela de Julia nos había regalado el día que inauguramos la casa y, con todas mis fuerzas, le golpeé en la cabeza, a altura de la sien derecha. Sentí como el hueso se rompía bajo la presión del metal y un chorro de sangre salió por la boca de Lisa salpicando la cara de Julia a la vez que se desplomaba sobre su amiga.
– ¿Pero que ha pasado?– pregunté mientras abrazaba a Julia y trataba de calmarla – ¡no lo sé, fue todo tan rápido! – Su voz era apenas un susurro que se entrecortaba cuando el llanto acudía a su garganta – fui a mirar si tenia fiebre y, de repente, puso los ojos como platos y me mordió el brazo – dijo a la vez que levantaba el brazo para mostrarme la mordedura. Aquel mordisco no parecía hecho por una persona, más bien, por una bestia hambrienta – lo siguiente que recuerdo es tenerla encima y sentir como me arañaba.

Tras unos minutos tranquilizándola, salí en dirección a la casa del único doctor que conocía en el vecindario. Una vez allí, crucé su jardín y cuando mi puño estaba a punto de golpear su puerta esta se abrió repentinamente y apareció el doctor armado con un largo cuchillo de cocina – Asienta tres veces y dígame su nombre completo – obedecí sus órdenes y rápidamente bajó el arma, me hizo entrar y cerró rápidamente la puerta. Aquel hombre encarnaba el estereotipo de científico loco con el rizado pelo alborotado y las gafas bifocales sobre la punta de la nariz – ¿se ha encontrado con alguno de ellos? – La verdad es que no sabía a que se refería y supongo que leyó en mi cara lo que pensaba – ¿de verdad no sabe de que le hablo? ¡Los infectados por esta extraña enfermedad nueva! Parece de origen microbiano y causa pérdida progresiva de la capacidad cognitiva, convulsiones y la muerte – mi cerebro no era capaz de asimilar tanta información de golpe – si los afectados mueren al final, ¿como podría haberme cruzado con alguno de ellos? – En aquel momento los cabos que hasta ese momento estaban sueltos empezaron a unirse en mi cabeza como por arte de magia: Las habladurías de los programas nocturnos de la televisión, las palabras antes sin sentido de lisa, su “desmayo”, el ataque a Julia y la mala pinta del mordisco en su brazo… ¡el mordisco! Empecé a correr de regreso a casa – ¿donde va? ¡Es peligroso salir a la calle! Si se encuentra con uno de ellos, por muy cercano que le resulte, tiene que saber que la persona que conoció ya está muerta, no se fíe, lo mejor es librarse de ellos.

Más que correr de vuelta a casa, parecía que volaba. No sentía los pies al tocar el suelo, hacia tiempo que la respiración me faltaba pero aun así me resistí a bajar el ritmo. Cuando entré en casa vi que el sofá donde antes reposaba Julia estaba vacío. La llamé con el poco aliento que me quedaba pero nadie contestó. Corrí por toda la casa abriendo las puertas hasta que llegué a la cocina y, por fin encontré a Julia – Gracias a dios, me habías dado un susto de muerte, no deberías haberte levantado del…– las palabras se me atascaron en la garganta cuando se giró y levantó la cara hacia mí. La mirada de Julia siempre había sido cálida y amable pero esos ojos tenían una tonalidad grisácea y parecían poder congelar un desierto con solo un vistazo. Además, su piel había adquirido una palidez con tonos violáceos. Clavó sus ojos en mí durante cinco interminables segundos y, de repente, saltó hacia mí a la vez que un agudo grito, similar al que oí antes de ver como Lisa atacaba a Julia, desgarraba su garganta procedente de mucho más allá que sus pulmones. Tenía la vista tan nublada debido a las lágrimas que apenas podía ver, intenté dejar espacio entre nosotros, interpuse la mesa entre nosotros, tiré la lámpara al suelo, le rogué y supliqué pero ella parecía inmune a todas mis palabras. Corrí escaleras abajo sintiendo como me pisaba los talones y cerré la puerta justo a tiempo de evitar que ella también se colara.

Y aquí estoy, oyendo como después de muchos días sigue golpeando la puerta. Se me acaban los alimentos del frigorífico, el frío y la falta de luz solar me tienen entumecido pero sobretodo la echo de menos a ella y la cadencia de esos golpes es tan hipnótica…

Capítulo 1– El microbiólogo


Capítulo 1– El microbiólogo

Dr. David Mart


Lo sabíamos todo, lo sabíamos todo y aún así  no fue suficiente. Por suerte, los microorganismos que desarrollan fácilmente resistencia a los antibióticos  son aquellos que causan patologías leves, es decir, parece ser que existen dos estrategias bacterianas: tener un alto factor de virulencia o producir una patología leve pero ser altamente adaptable. Eso se debe, en gran medida, a unas partículas de ADN que se transfieren de célula a célula aportando la resistencia y que los microorganismos muy patológicos no desarrollan de manera tan eficaz.
Recuerdo haber repetido esa lección año tras año a los nuevos alumnos de la facultad. También recuerdo el día que en el laboratorio conseguimos la cepa END, una cepa infectada con un retrovirus modificado de manera que consiguió resistencia a todos los antibióticos conocidos. También recuerdo cuando inoculamos aquella cepa en las ratas y descubrimos todos los comportamientos añadidos y que jamás previmos. La bacteria se mantuvo en estado durmiente hasta el momento en que entró en el torrente sanguíneo, momento en el cual comenzó a dividirse a tal velocidad que en cuestión de media hora el animal murió debido a fallos renales, falta de nutrientes para el cerebro y extenuación cardiaca. En resumen, los microorganismos colapsaron el sistema circulatorio.

Aquella noche apenas dormí revisando mentalmente los resultados. Pensé en técnicas para confirmar mis observaciones, aplicaciones de nuestros hallazgos al mundo moderno e incluso me permití imaginar como sería ganar el premio Nóbel de medicina. A la mañana siguiente, apenas desayuné, tanta era la prisa que tenía por volver al laboratorio. Conduje por las desiertas calles como si toda mi carrera dependiera de ello, pensando únicamente en todas las pruebas que quería hacerles a las ratas muertas que había dejado en la jaula. Recorrí el pasillo hasta mi lugar de trabajo y, después de fichar, comencé a preparar todo el material que necesitaba.
Tan enfrascado estaba en mis propias ideas que no fue hasta que volví a la poyata donde la noche anterior dejé a las ratas que no vi la macabra escena. La pasada noche había dejado los cadáveres de tres ratas muertas por la cepa END, en cambio, en la jaula frente a mí, la escena no podía ser más diferente. Una rata viva devoraba sádicamente a una de las otras. No consigo recordar que me impresionó más: El grado de mutilación de las dos ratas muertas, la fría mirada del animal clavada en mi entre dentellada y dentellada, Las señales distintivas que verificaban que eran las mismas ratas inoculadas hacía apenas ocho horas o las heridas del animal que atestiguaban que los otros roedores no se habían dejado devorar sin defenderse.

Llamé  al resto de equipo de trabajo para convocarlos urgentemente en el laboratorio. Los esperé mirando anonadado aquella criatura que parecía desafiar todas aquellas leyes a las cuales había dedicado mi vida, las leyes de la biología. Mi asombro era tal que estuve allí prácticamente inmóvil las cerca de dos horas que tardó en llegar todo mi grupo. Cuando llegaron y vieron la situación, la mezcla de emociones era palpable. Estábamos fascinados por aquel repentino giro de la investigación pero, sobretodo, nos mataba la curiosidad y hasta sentíamos cierto temor al haber abierto una puerta a un mundo que nos era completamente desconocido. Temor, resulta gracioso pensar que lo desconocido pudiera asustarnos, ciertamente, si hubiéramos sabido a que nos enfrentábamos no hubiéramos sentido temor sino terror.
Mis compañeros no sabían que hacer. Algunos de ellos iban y venían sin un rumbo fijo, otros discutían que hacer y que no hacer y un par de ellos no eran capaces apenas de moverse. Al fin, organicé mis ideas mentalmente, tomé las riendas de aquel jaleo, como era mi deber como jefe de investigación, y comencé a organizar el trabajo a realizar. En estos momentos recuerdo como mandé a uno de mis becarios, un chico joven recién licenciado alto y moreno que, si mal no recuerdo, se llamaba Alex, a extraer una muestra de sangre de cada una de las ratas. Fue la última vez que lo vi vivo o, al menos, lo que antes de ese día se entendía por vivo.

A estas alturas, supongo que la lección de historia resultará aburrida para muchas personas. El único problema es que cuando los muertos intentan cazarte ya no hay tiempo para aburrirse…