lunes, 15 de noviembre de 2010

Capítulo 4 – El solitario


Capítulo 4 – El solitario

Daniel Cedar “Tremens”


La histérica voz de una niña gritaba desde debajo de un coche deportivo rojo mientras un obeso cadáver trataba, entre jadeos, de alcanzarla con sus pútridas manos. Desenfundé el largo machete a la vez que me colocaba silenciosamente a su derecha y, de un certero golpe, le seccioné el brazo y la cabeza tras lo que aquel cuerpo quedó ridículamente inmóvil. Me agaché para ver a la pequeña lloriqueando y le dije que ya podía salir. Cuando estuvo de pié, susurró un tímido gracias y le indiqué que me siguiera. Llevábamos diez minutos caminando por la desierta carretera cuando aquella personita empezó a tambalearse para acabar cayendo de bruces al suelo, donde empezó a convulsionarse. En el momento en que tocó el suelo, la camiseta se le levantó lo suficiente para que una horrible herida quedara a la vista en la espalda, en el lumbar izquierdo de aquella infeliz. Suspiré disgustado y le disparé en la sien antes de que mis sentimientos pudieran poner alguna objeción – Una bala menos – Hacía tiempo que había comprendido que las balas eran algo muy valioso en aquel mundo y trataba de no malgastarlas. Ahora bien, no era capaz de cortarle el cuello a una niña que aún era humana.
Estaba empezando a oscurecer, quedaban menos de dos horas de luz, y debía encontrar un lugar seguro donde pasar la noche. Hacía tiempo que había aprendido que un nuevo mundo tiene nuevas reglas. La ética y las normas del comportamiento humano estaban obsoletas y, pese a que a veces una voz interior intentaba convencerme de que lo que hacía estaba mal, había que olvidarse del decoro y lo antes definido como decencia en pos de la supervivencia. Después de hacerme recordarme aquello por enésima vez, seccioné los brazos de la niña y me encaminé hacia una arboleda próxima situada en una amplia explanada. Busqué entre los árboles durante más de media hora un lugar para instalar mi campamento hasta que encontré el lugar idóneo. En el centro de un amplio claro crecía un alto árbol el cual no tenía ninguna rama hasta casi cinco metros de altitud. Deposité mi mochila entre las nudosas raíces, me colgué el largo cuchillo y la pistola del cinturón, cargué las extremidades de la niña y me adentré en el bosque. Me alejé unos doscientos metros y me detuve frente un frondoso arbusto donde  clavé el brazo derecho ya rígido en una estaca y coloqué una campanilla sobre él, de manera que si alguien lo tocaba lo oiría desde mi refugio. Repetí el proceso y monté  el mismo macabro sistema de alarma a la misma distancia del solitario árbol donde pensaba pasar la noche pero en la dirección contraria. Cuando me encontré de nuevo en el centro del claro, abrí mi macuto y extraje la larga cuerda de un vistoso color verde con mucho cuidado para evitar que se liara, Le até una piedra del tamaño de una pelota de tenis a un extremo y la lancé hacia la rama más baja capaz de mantener mi peso. Traté de que el cabo pasara sobre la sólida bifurcación hasta que, al cuarto intento, rodeó la fuerte rama y me permitió ascender por la doble soga. Trepé unos dos metros, hasta que las ramas fueron lo suficientemente  frondosas, formé un zigzag con la cuerda entre dos gruesas ramas sobre el que coloqué una capa de mi ropa y me acomodé, apoyando la espalda sobre el tronco del árbol. Saqué una lata de un bolsillo lateral de la mochila y, tras devorar su contenido, me quedé, por fin, dormido.

Debían ser las cinco de la madrugada cuando el lejano sonido de la pequeña campana me despertó al instante como si hubiera estado toda la noche esperando aquel aviso para abrir los ojos. Agudicé los sentidos tratando de oír algún ruido que delatara el potencial peligro y oteé la linde del claro, iluminado gracias a una luna que menguaba desde hacía apenas dos días. Me mantuve inmóvil y alerta durante aproximadamente una hora hasta que una tímida línea de luz empezó a bañar el horizonte por el este, coloreando todo a mi alrededor con tonos grisáceos, y pude ver como aparecía por el lado oeste del claro, la misma dirección de la cual había escuchado el aviso de peligro, un grupo de cinco sucias y ensangrentadas personas, lo que destrozaba mis débiles esperanzas de que hubiera sido causado por algún animal salvaje hambriento. La aparición de aquellos cinco individuos en mi campo visual me hizo sonreír ya que ofrecían una desvirtuada imagen de felicidad. Cuatro de ellos formaban, con toda seguridad, una familia que volvía de la próxima playa: el padre aun llevaba un ridículo bañador naranja y una vistosa gorra verde, su mujer se cubría las piernas con un rosado pareo que arrastraba por el suelo y la pareja de niños, de unos siete años, vestían coloridos bañadores de tonos rojizos el del niño y amarillentos la niña, la cual arrastraba un peluche tras de sí. El quinto individuo, en cambio, presentaba un aspecto mucho más descuidado, con la ropa hecha trizas, ennegrecida de la suciedad y con una pierna prácticamente cercenada a causa de una enorme herida, probablemente un mordisco, donde debería encontrarse el gemelo. Sin lugar a dudas, la alegre familia regresaba a casa tras un agotador día en la costa cuando se encontraron con una persona herida en la carretera y al parar a socorrerle encontraron su fatal final.

Dejé caer un pesado fardo desde mi escondite a la vez que repicaba la parte posterior de un cazo metálico contra el mosquetón de mi cinturón con lo que conseguí llamar su atención y que se dirigieran a toda prisa hacia la base del árbol. Cuando los miembros de la familia ya agitaban los brazos hacia las alturas tratando de alcanzarme, su tullido compañero avanzaba renqueante a poca velocidad sin haber recorrido aun ni la mitad de la distancia que le separaba del gran tronco. Con tres certeros disparos entre los ojos, el padre, la madre y su hijo cayeron en redondo con los brazos aun estirados,  dejé caer la cuerda hasta el suelo y me deslicé rápidamente hundiendo la punta metálica de mi bota derecha en la boca de la joven criatura con lo que se le desencajó la mandíbula inferior dejando una grotesca cavidad por donde introduje el largo cuchillo hasta que la punta asomó por detrás de su cabeza, a altura de la coronilla. Extraje la afilada hoja, con lo que el inerte cuerpo cayó al suelo, y recorrí a toda prisa los cinco metros que aun me separaban del último miembro de su grupo al que cercené la cabeza de un limpio corte a altura de la nuez.

Tras recoger convenientemente mis pertenencias y limpiar concienzudamente los restos de sangre de mi ropa y utensilios, continué mi errática ruta hacia ninguna parte. Supongo que algo en mi interior me impulsaba a encontrar a alguien con quien poder sobrellevar las penurias de aquella existencia que bien podía acabar en la siguiente curva del camino lo cual no dejaba de ser irónico ya que jamás había sido una persona social y la única persona que había amado estaba muerta, muerta y, probablemente, caminando por alguna calle de la ciudad que había dejado atrás hacía, para mí, una vida entera. Caminé durante varias horas en dirección al mar, donde llegué cuando el sol ya casi alcanzaba su cénit haciendo que, pese a la suave brisa marina, me picara la espalda y sudara copiosamente. Crucé una despejada explanada rocosa que me permitía ver varios metros a la redonda hasta la refrescante agua salada donde, tras descordarme precipitadamente las botas, introduje los pies y, poco después, nadaba con el torso desnudo, solo cubierto por la ropa interior de lycra, lo que dejaba a la vista los tatuajes de mi brazo izquierdo y mi espalda. No había tenido un momento de verdadera relajación desde que todo esto empezó así que no se cuanto tiempo estuve en remojo, dejándome flotar y entrecerrando los ojos, pero cuando decidí salir de la cálida agua hacía ya tiempo que buena parte de la tarde había quedado atrás. Dejé que el sol me secara y luego me permití el lujo de ponerme calcetines nuevos y una camiseta que había conseguido del maletero de un todoterreno rojizo lo que hizo que me sintiera lujosamente renovado pese al acartonamiento que sentía en la piel y el cabello por culpa del salitre.

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